domingo, 21 de abril de 2013

-¿Sabes cuánto pesa un oso polar? -le pregunté y, sin esperar respuesta, proseguí- Lo suficiente como para romper el hielo. ¿Cómo te llamas? 
     Tan sólo usé una vieja frase para ligar; una de las que había escuchado en algún programa de citas. Me acaricié la barba suavemente mientras miraba su perfil derecho.
     Entonces lo entendí. La vi. Supe que me había equivocado. Se echó a reír y lo comprendí. Entendí que podía haber entrado a todas las chicas que estaban esa noche en el bar, a todas menos a ella. Que su sonrisa y el brillo en sus ojos me hacían sentir estúpido, emergente y ridículo a la vez. Entendí que era una chica buena, de esas que acaban ablandando el carácter del mismísimo hombre de las nieves. Seguía riéndose de esa manera. No coqueteaba, ni siquiera era una risa atractiva. Era una risa que te hacía morir y vivir por dentro; todo a la vez. Que te anudaba los intestinos y te hacía tener ganas de volar. Que te cortaba la respiración y te anulaba el sentido.
    Entonces paró, apretó los labios, puso los ojos en blanco y giró la cara.
No he vuelto a verla jamás, pero su risa ha quedado impregnada en las cuatro paredes de ese bar para siempre.

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