martes, 6 de agosto de 2013

«Bueno, nos vemos -dijo. Pero no volvimos a vernos jamás»
Estoy harta de poner esa frase allá a donde voy. 
Es como si no pudiese desprenderse de mí (o yo de ella).
Como si él fuese a volver, como si fuésemos a volver a vernos. 
«Quería verme de nuevo» qué gran actriz estoy hecha. ¡Cómo si lo quisiese de verdad! 
Lo dijo. No alto y claro, lo dijo casi balbuceando, apenas yo le oí. 
Me giré para mirarle, con una sonrisa que apenas me entraba en la cara. 
Pero él siguió caminando recto, como si no hubiese dicho nada, como si no hubiese existido. 
Y ahora lo veo, después de todo: fue una frase de cortesía. 
Pudo haber dicho eso como decir «adiós», como el tópico del «hasta luego» que nunca es. 
Pero yo voy tras él, como el depredador tras la presa.
Esperándole, buscándole, casi escondiéndome tras los arbustos. 
Y ¿a qué no sabéis qué? He vuelto a verle. 
He caído en la cuenta de que siempre le veo de espaldas. 
Lo entendéis, ¿verdad? 
Soy como el miedo y el peligro; siempre pisándole los talones. 
Soy como el asesino y el traidor; siempre acechando por la espalda. 
Soy como el fuego buscando el frío y el demonio el perdón; siempre ligada a lo imposible. 
Soy como la escalera de diez metros en busca de once metros que alcanzar y el mismísimo Moisés caminando cuarenta años por el desierto para morir en el trayecto; siempre a las puertas. 
Siempre me siento detrás de él, porque ya no soy capaz de ubicarme de otro modo.
Cada vez que la adrenalina me traspasa el cuerpo y me siento valiente para decirle «hola» siento que tengo que agarrarle del gorro, o de la camisa, o tocarle un codo, o un hombro, o tirarle del pelo o tocarle la nuca. 
Porque ya nunca le veo de frente, ni puedo pensar en sus ojos o en sus labios.
Solo en su pelo y en su espalda.
En cómo tapa el sol cuando camina o en cómo se le mueven los músculos cuando zarandea los brazos a un lado y al otro al andar. 
Así que, después de todo, supongo que será cierto ese «bueno, nos vemos», porque él siempre camina delante y puede verme por el rabillo del ojo o por los escaparates. Porque yo siempre camino detrás, protegiéndole las espaldas, deseando que gire la cara y pueda volver a soñar con sus ojos. 

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