miércoles, 9 de enero de 2013

Soy feliz -dijo ella cuando me interesé por sus caras largas- puedes estar tranquila. Tengo una vida genial, ¿por qué no iba a sonreír? La creí; creí que tenía razón, que era así, que era feliz, que todo estaba bien. Pero al instante me di cuenta de que nunca había mirado a los ojos de nadie cada vez que pronunciaba esas palabras, cada vez que sacaba esa sonrisa de sus labios. La sonrisa rota -pensé. Y la agarré de la muñeca tan fuerte que tuvo que mirarme a los ojos. No lo estás, no eres feliz -grité casi tan alto que la ciudad entera tuvo que oírme. Y se echó a llorar. Delante del café cortado, de las pastas que el camarero que liga con ella todas las tardes nos trae a la mesa con una sonrisa. Entre toda esa gente que parece de un cuadro de Velázquez, entre todos esos que fingen ser quienes no son. Entonces supe que esa chica, aquella de los ojos marrones, tan marrones como el poso de todos los cafés cortados que se había tomado durante años, la que ahora los tiene tan borrosos por las lágrimas, era la que siempre había estado delante de mí, esa que sonreía a pesar de todo. Era casi imposible ver a la chica fuerte de los labios cortados que había sido siempre, ahora parecía tan frágil, tan niña... tan distinta, pero a la vez tan ella, tan real.
Entonces entendí que había fingido durante todo este tiempo porque creía que era lo correcto, porque nadie le gritó que no era feliz cuando intentaba convencerse a sí misma de que sí lo era.

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